miércoles, 10 de mayo de 2017

UN TROCITO PERDIDO DE PIRINEO


Hace tres semanas, participé en la ruta programada de senderismo infantil de Montañeros de Aragón de Barbastro junto con mi hija.
Se realizó una interesante ruta circular por el entorno del monasterio del Pueyo y Ra Guardia, conducida por Juán Manuel Sanz, experto naturalista, donde con su ayuda realizamos una interesantísima observación botánica.
Juán Manuel nos iba explicando a niños y padres la biodiversidad de la zona, y muchas y variadas especies de plantas y flores.
En un instante durante la mañana, como explicación a algunos fragmentos de fósiles que observaron los niños en la parte norte de Ra Guardia, nos contó una curiosidad. Según los geólogos, esta atalaya montañosa lejos de todo, era un pedazo del Pirineo lanzado desde allí y desplazado sobre los fondos marinos y arcillosos que los separan hasta aquí.
Esta curiosidad, avivó mi imaginación, y al igual que hace unos meses discurrí  y escribí la leyenda de los Guarabundos sobre la formación de los barrancos de Guara, me puse a imaginar una leyenda sobre este curioso sucedido, partiendo de una leyenda ya conocida del Pirineo.
Una nueva leyenda que diera “supuesta” explicación a este promontorio perdido en medio de la nada en el Somontano, y que tanto nos atraé:


UN TROCITO PERDIDO DE PIRINEO
En tiempos inciertos, en esta zona de la tierra que hoy dominan los Valles y montañas del Pirineo, gobernaba el rey Túbal (nieto de Noe).
Túbal tenía una bellísima hija llamada Pyrene.
Y cuenta la leyenda, que Pyrene era tan hermosa, que muchos solo al verla pasear por los bosques enfermaban de amor por ella.
Pero por mucho que los hombres la pretendieran, su corazón estaba reservado a Hércules, el famoso héroe griego con el que la joven princesa se encontraba a escondidas de su padre en el bosque.
Y pese a verse furtivamente, un dia el amor de la pareja fue descubierto por Túbal. Este, furioso por la traición, desterró a Hércules de su reino.
Pyrene, consumida por la tristeza seguía vagando por el bosque con la esperanza de que su amado Hércules regresara para buscarla y huir juntos.
Un buen día, mientras Pyrene vagaba por el bosque confiando ver aparecer a Hércules, se encontró con Gerión, un horrible gigante que quería casarse con ella y poseerla. Y esta lo rechazó.
Gerión disgustado y encolerizado, mató a Túbal, y persiguió a Pyrene que salió huyendo hacia ese bosque que tan bien conocía.
Y aunque Pyrene pudo huir y esconderse, Gerión, estaba tan deseoso de hacer suya a la
joven pero a la vez tan resentido por su rechazo, que incendió el bosque para que esta no pudiera ocultarse.
Un águila, testigo de todo lo que había sucedido, avisó a Hércules. Este acudió veloz para rescatar a su amada, pero cuando llegó, Pyrene estaba a punto de exhalar su último aliento.
Hércules, tomando a su amada entre sus brazos, momentos antes de que ella falleciese, le declaró amor eterno.
Desgarrado de dolor, enterró a su amor encajando voluminosas piedras alrededor del cuerpo de Pyrene.
Y lo hizo con tanta pasión, y durante tantos días, que elevó enormes montañas para ocultar el cuerpo de su bella amada.
Y así, a imagen de la hermosura de la joven princesa y de su amor con Hércules, brotaron los Pirineos. La cordillera más bella de la Península Ibérica.

Hasta aquí, una leyenda bien conocida.
Pero lo que la gente no sabe, es que hace cientos de años, cerca,  en un lugar cuyo horizonte estaba engalanado con el mausoleo de Pyrene, es donde cuentan que ocurrió esta otra historia.
Una historia que a pesar del tiempo trascurrido, su recuerdo sin saberlo regresa a la memoria velada.
Cuentan que en las llanuras de lo que ahora se conoce como Somontano de Barbastro, un joven y apuesto caballero estaba enamorado de una mujer de una belleza comparable a la pureza de la blanquísima nieve que cubría cada invierno aquellas montañas del horizonte.
Se llamaba Ánchela. Una joven de tez lozana, ojos azules, rasgos finos y suaves, y  cabello de claro, casi enlucido.
Un dia, cuando ella se encontraba recogiendo agua de la fuente, él tímidamente se acercó,  la cogió de la mano, y titubeando, pero de la manera más espontánea y sincera de la que fue capaz, logró decirle:
- “Quería confesarte todo lo que  siento por tí. Cada día  me angustio de dolor por dentro, pues es tan grande el amor que siento, que ni toda esa nieve de las montañas que vemos a lo lejos, serian capaces  de ahogar el ardor que hace latir mi corazón  al verte cada día;  “Te amo con toda mi alma”.
Sorprendida y halagada, lo miró silenciosamente y sonrió.  Y con ruborizado semblante, le dijo:
- “Me abruma tanta distinción. Y recojo tus palabras con la misma palpitación con la que tú las pregonas. Pero, ¿no os parece que toda declaración de amor verdadero, debería estar acompañada de alguna gran gesta?”.
El joven caballero dispuesto respondió:
- “Aquí donde me veis os interpelo a ello. ¿Qué es lo que queréis que haga para merecer vuestro amor?.  Porque os garantizo que conseguiré aquello que me propongáis,  si así consigo demostraros lo que siento”. Recalcó.
Su delicada boca se iluminó, y dijo:
- “¡ Mi galante enamorado!. Os tomo la palabra y manifiesto, que si no son verdad vuestras palabras, este es el momento de que abandonéis vuestro propósito, porque el reto que voy a proponer no esta al alcance de timoratos ni fanfarrones”.
Él, la miró con los ojos bien bien abiertos, dando a entender que solícitamente quería oír esa proposición.
Y ante esta evidencia, ella prosiguió:
- “Cuenta la leyenda, que esas montañas del Pirineo que nos guarecen a lo lejos, son la tumba que construyó Hércules a su amada Pyrene. Y que en sus entrañas, en el fondo de una profunda cueva, descansa el corazón de ella convertido en una preciosa flor que jamás se marchita”. 
Hizo una pausa y dijo:
- Si es verdad que por mí mueres de amor, esa cueva encontrarás,  la flor hallarás y me la traerás.
El rostro del joven se oscureció un instante, pero después apretó los dientes y sus puños, se volvió a iluminar y juró:
-“¡ Por tu amor, te traeré esa flor!”. Y marcho con paso erguido y vigoroso.
Pasaron días, meses,  e incluso años, y el joven no regresaba. 
Ella, arrepentida pues fue suficiente prueba de amor su determinación y coraje para subyugar su corazón, todas las noches cuando nadie la veía, lloraba e imploraba su regreso.
Y tanto se abatió, que por la pena acabó perdiendo el juicio. Y esa pesadumbre expiró una de aquellas largas noches con su muerte.
Después, según cuentan sus descendientes, una fría noche de otoño, entre la  niebla, él regresó.
Y al saber de su muerte, quebrado de pena fue a visitar el lugar donde la habían sepultado bajo un gran árbol en medio del campo.
Y arrodillado sobre su tumba, entre sollozos, depositó la  flor más bella que nadie había visto jamás.
Al dia siguiente, al amanecer, nadie daba crédito.
El terreno uniforme y regular donde se hallaba la tumba había desaparecido, y se había transformado en una montaña que imperaba sobre el entorno y podía divisarse a kilómetros de distancia.  Se dice que la resulta de aquella flor tomada, corazón de Pyrene, con ese acto de verdadero amor, obró un sortilegio que sin explicación, hizo que allí en medio de la nada brotara un trocito del Pirineo.
Aunque otros afirman muy categóricos, que durante aquella noche, él desolado se desplomó sobre la tumba de su amada, y que el mismísimo Hércules emergió para retornar la flor de Pyrene a las entrañas del Pirineo.
Y este, al descubrir inertes a los dos amantes, recordó su amor con  Pyrene y decidió desgajar un pedazo de Pirineo, panteón de su amada, e inhumarlos  juntos componiendo esa pequeña montaña sobre ellos.
Pasó el tiempo y un invierno tras otro la nieve arropó las cumbres de las prominentes montañas del horizonte. E incluso alguna vez, como si fuera un reverencial recuerdo de su origen,  nevaba en aquel pedazo arrancado al Pirineo en el Somontano.
Y desde allí arriba, cualquier abrigo era acariciado por un etéreo manto helado.
Y el frío que exhalaban todas estas montañas altas y bajas, visitaba los valles que se habían formado a su protección, coagulando lagos y ríos.
Y como canto de sirena, convidaba a hombres impetuosos y valientes a recorrerlas. Y al recorrerlas, sin disquisición surgía pasión, delirio y emoción; y sin justificación alguna se sentían atraídos por ellas. Como enamorados.
Por eso “señalan”, que las montañas son como el amor: Exploración, aventura, y conquista; y representan pasión, riesgo, aventura, y lo desconocido, devolviéndonos a lo que realmente somos.
Aunque tal vez  es la conjurada consecuencia del hechizo resultante de esas poderosas historias de amor que cobijan sus entrañas.
¿De que otra manera podría suceder ese encanto?
Esta es la leyenda o “explicación”, del porque esa querencia por las montañas de Pirineo, y también por ese trocito perdido en el Somontano, donde años mas tarde se erigió el Monasterio de la virgen del Pueyo.
Pero esa es otra historia...    

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